Fue en el verano pasado, mis padres y yo
habíamos ido a pasar la tarde a una zona verde, al lado de la playa. Allí nos
encontramos con unos amigos suyos, colocamos en círculo nuestras tumbonas
y toallas de playa, como marcando el territorio que habría de ser nuestro por
unas cuantas horas. Hablamos de su hija y su trabajo, de mi viaje a Madrid y de
su viaje al sur. Nos quejamos de lo que cuestan las cosas como dando más valor
a aquel rato juntos, un rato que lo único que nos exigía era dejar abiertos los ojos y
no entregarse a una dulce siesta. Comimos y bebimos acostados, como en un
simposio griego; para más tarde sacudir las migas de nuestras barrigas como el
que da gracias a la diosa Gea por los alimentos. Nos dejamos mecer por la brisa del nordeste,
y se apagó la tarde a eso de las 21:30. Nos despedimos de nuestros amigos en el
aparcamiento, allí donde empezó la tragedia.
Mientras metía las sillas en el maletero,
una mujer, con dos niños y una gran bolsa de playa, discutía por teléfono a voz en grito con
el que parecía ser el padre de los hijos. Le suplicaba que les fuera a recoger.
Le insultaba y le rogaba a la vez, haciendo más patética la escena que
contemplaba todo el aparcamiento. En una de esas andanadas telefónicas, ella
llego a decirle que si venía le haría todo lo que quisiera, pero que fuera, que no la dejara allí con los
niños, que no sabía cómo volver. Tras colgar, descargó su rabia contra uno de
los niños, zarandeándolo porque no paraba quieto, lo arrastró hasta un rincón y
se sentaron.
No pude dejar de mirarla mientras nos íbamos, permanecía
de espaldas, inmóvil, con la cabeza gacha, como rogando a su diosa particular que en él aún quedara un poso de deseo hacia
ella.
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