Perecían un grupo de delfines, de esos que sirven de
fondo de pantalla en un ordenador. Si permanecías a cierta distancia, podrías
jurar que se comunicaban por carcajadas. Cada una de ellas tenía una risa con
un color y un tono particular, con su sello propio. Cuando alguna emitía una
carcajada las demás la seguían al unísono como un coro bien acompasado.
Llenaban de alegría los largos pasillos del impoluto
edificio acristalado. Los usuarios en vez de hacerles preguntas o solicitarles
algo les echaban peces, que ellas, prestas y ágiles, recogían al vuelo como si
su medio no sólo fuese el marino. Se tocaban sus ropas de colores, como en un
gesto de reconocimiento mutuo, de evidencia feliz. Se enseñaban sus crías,
gozando colectivamente de pertenecer a la misma especie animal.
Todas eran altas y rubias, y si no eran altas
saltaban hasta los techos, precipitando su cuerpo a la superficie provocando un
estallido de alegría que salpicaba a todas las oficinas. Y si no eran rubias,
no pasaba nada, se engañaban las unas a las otras con educación y alivio
recíproco.
Algún político al verlas aplaudía con complicidad, lo
que las excitaba aún más. Ellas respondían levantándose en sus colas y
aplaudiendo con sus aletas. Pasadas unas horas, que hacían coincidir con la
hora del café, se marchaban con la sonrisa en su prominente morro, deslizándose
ágiles por entre los pasillos, tras las puertas y bajo las mesas coralinas del
ayuntamiento.
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