Se llamaba Juan y estaba muy flaco. Le
iba a visitar como voluntario de una ong dos veces por semana: las mañanas de los
martes y jueves. Me recibía en el salón, con olor de cigarrillo por la casa. No
podía fumar, una necrosis en sus pies y sus manos, un problema de hígado y más
cosas que no me quería contar eran razón suficiente para que el humo del
cigarro oliera a pecado capital. Juan me hablaba de su hija, Nerea, y algo de
su mujer con la que de vez en cuando tenía algún pleito que le provocaba un
gesto de contrariedad al recordarlo. A Juan le gustaban las cosas que no podía
hacer: conducir y apretar el acelerador hasta el fondo con la ventanilla bajada,
beber unas cervezas en la bolera o, lo dicho, fumarse un cigarrillo, o dos, o
tres... Invertíamos nuestro tiempo juntos en jugar a las cartas o a los videojuegos
y en hablar de cosas insípidas como si
nos sobrara el tiempo.
Recuerdo
su sonrisa orgullosa cuando me ganaba al cinquillo o su insistencia porque me
sintiera en su casa, como si no quisiera que me fuera nunca. Me viene a la
mente aquella vez que casi lo tiro de la silla de ruedas al bajarlo a la calle:
¡¡Joder, Toni, que hoy no me puse el
casco!! Se quedó lívido, casi tanto como cuando me contó que tenían que
quitarle un dedo más del pie.
Dejé de visitarlo un día, cualquiera, no
sé por qué razón concreta. No sé si hubo despedida formal o un hasta otro día que se quedó como un
deseo truncado.
Desde el principio, supe que la
enfermedad llevaba una cuenta atrás con Juan y que no sólo sabía llevarla con
los dedos, sino con otras partes de su cuerpo.
De lo que no estoy tan seguro es si Juan quería parar ese reloj.