Ayer necesitaba andar y ver mar, por lo que cogí el camino más largo
para ir a la playa. Para llegar a las dunas de Salinas es necesario pasar un
buen pedazo de asfalto, un parque con patos, otro trozo de asfalto –éste más
pequeño-, otro parque –éste sin patos pero con fuente- y una urbanización hasta
llegar al paseo de la playa. La escena se rodó en este último tramo: en la
avenida flanqueada por lustrosas viviendas
modulares, con jardín japonés y setos
altos que impermeabiliza al burgués de clase media-alta de una inadecuada gestión de las miradas ajenas. Pues ahí iba
yo con mi paso divagatorio y mis gafas de sol heredadas cuando al doblar para cruzar un paso de peatones, tres bicicletas ocupaban la acera, dos de ellas con
jinete de no más de 13, 14 años y la tercera desnuda reposaba tumbada en el
suelo como un caballo rumiando en la pradera. Pocos pasos más allá se hallaba
la respuesta del plácido reposo del corcel: dos jóvenes se unían en un beso. Él
la sujetaba con las yemas de los dedos por su costado, levemente, como si no
temiera que ella se pudiera ir jamás de su lado. Ella, más que besarlo, reposaba
sus labios en los de él, con cuidado a no perder el equilibro, como el que se
sube a la cubierta de un barco por vez primera. Su beso era lentísimo,
prolongado como si todo se jugara dentro de las bocas, sin público y a puerta
cerrada.
Cuando me alejé unos pocos metros de ellos, uno de sus amigos gritó: ¡Venga Álvaro, acaba ya! Yo me reí
pensando que lo que no sabía su amigo es que Álvaro lo que realmente hacía era
empezar.
y lo que le faltaba por recorrer... besote.
ResponderEliminarDulce y a su vez amarga adolescencia, sentimientos a flor de piel.
ResponderEliminarSiempre dulce....
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