A Orfe in memoriam.
Olga se sentó en el rellano de la
escalera. Perseguía recuperar la calma
respirando profundamente varias veces seguidas como si pretendiera acaparar
todo el oxígeno disponible del edificio. Vamos,
Olga, que tú puedes –se animó a sí misma como una tenista ante un break point decisivo-.
Javier escuchó las voces cuando se dirigía a la
cocina para dejar la taza de té. Alguien gritaba en las escaleras. Abrió la
puerta asustado, como si el grito sólo fuera para él. Lidia -la vecina- pedía
ayuda. Javier se descalzó las zapatillas como el que se desnuda para tirarse al
agua para rescatar a alguien. Olga, su madre, estaba en brazos de Lidia, sin
vida, como si sujetara el cuerpo de Cristo tras descender de la cruz, en una
estampa que ya no se iría de su mente.
¡Llama a una
ambulancia, Javier, llámala! Le gritó Sofía, la otra vecina del tercero.
Javier activó su cuerpo que salió
disparado hacia la casa.
Olga había fallecido en el momento, le dijeron los
sanitarios, su corazón había perdido el match.
Esta podría ser la descripción de un
episodio trágico, vivido por cualquiera de nosotros. El punto justo en el que
una persona cercana nos deja, sin más explicación, sin porqués. Es evidente que
no hay que buscarlos, la muerte es soberana y arrogante, nosotros acatamos su dedo índice, nada más.
Ayer ese dedo señaló a una persona muy querida. No pregunté nada, me
mantuve pensativo y sobrio. Sólo me consoló antes de su muerte susurrarle al
oído un engaño, una dulce mentira: que el oxigeno que respiraba por su
mascarilla olía al mar del puerto de Cudillero y que las bolsas de suero eran gaviotas transparentes.
No me preguntéis por qué lo hice; yo,
como la muerte, a veces, tampoco tengo razones para dar.
ese olor es solo el preludio de un suspiro profundo e imperecedero
ResponderEliminarEs el recuerdo amable de la paz que todos, en alguna, ocasión hemos vivido.
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