El viejo armario de la bisabuela lo había
dejado a medio pintar en el desván de la casa familiar, tras la muerte de mi
madre. Allí estaba, como el niño aterido de frío al salir del agua a la espera
que le abracen con una toalla. Recordé las palabras de mi madre en aquella
tarde de verano, al rescatar el viejo armario bajo unas sábanas sucias: fíjate cómo era mi abuela Palmira, siempre
tan ordenada, no como tu abuela, si
hasta se preocupó de poner un cordel delante del espejo para colgar sus
pañuelos. Siempre fue tan cuidadosa.
Mis manos recorrieron el cuerpo del armario,
buscando las sombras ocres tras el blanco inmaculado de la pintura. Aquí. Aquí también. Debo repasar estas esquinas y tener cuidado de no pintar
los tiradores. Me decía, sin casi
percatarme de que mi imagen se
proyectaba en el espejo interior de la puerta. En ese instante, imaginé el último
reflejo de mi madre de niña y el de mi abuela y el de su madre y todas las
veces en que el espejo albergó la imagen de alguien querido.
Noté el frío que entraba por la pequeña
ventana del desván como un olvido. Al instante, cerré la puerta del armario,
guardando todos aquellos reflejos ocres en mi interior, para siempre.
La vida sería imposible si todo se recordase. El secreto está en saber elegir lo que debe olvidarse.
ResponderEliminarRoger Martin du Gard
E.