A Ana, por su luz verde
Faro de Llanes |
Una noche, paseando por el muelle de
Llanes, me dijo que la luz de todos los faros es diferente para que así los
barcos puedan distinguir cada puerto.
Yo tenía 23, ella 21 y olía a magdalena Martínez. Ya sé
que suena proustiano, pero creedme olía tan rico después de untarse esa crema
corporal de chocolate y naranja, tras ducharse, que le hubiera rebañado hasta el alma –con
papel y todo-. Llevaba pintadas sus uñas de azul con una manicura francesa que se
asemejaban a peces exóticos en un acuario. Los dedos de sus manos eran
alargados como el caparazón de una navaja y sus ojos aunque, acostumbrados al
llanto, cambiaban de color a cuál más alegre y vivo. Tenía las piernas muy
largas y delgadas, por lo que en el frenesí del amor, en ocasiones, me sentía como un barquero torpe con dos tersos
remos en mis manos sin saber dónde se hallaba el cielo y dónde el mar. Quizás
ese desconcierto amatorio fuera un síntoma de todo aquello que nos pasó y de
todo aquello que nunca me contó.
Pasamos aquellos días de verano casi sin
separarnos del mar, como si el
distanciamiento produjese en ella una inquietud extraña que yo no era capaz de
descifrar. Cuando ya empecé a saber cómo
remar contra su corriente, ella se fue sin estelas, sin balizas, sin ropa... Una
tarde se adentró en el mar y no volvió. Los servicios de emergencia no
encontraron su cadáver.
Decía Homero que Ulises mandó que lo
ataran al mástil para no escuchar los cantos de sirena y así no perder la vida.
Yo sé que ella no era una sirena –aunque me lo pareciera- pero lo que no sé es qué
canto le hizo meterse en aquella peligrosa corriente sin decirme nada.
Confieso que perdí parte de mi vida aquel
verano y que por una extraña razón cuando veo un faro apagado, me siento aún
más solo.
Como siempre, precioso Toni, me encanta. Troya.Besos.
ResponderEliminarGracias, Troya. Besos
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