Chico, ese árbol que ves ahí lo traje en este bolsillo...

sábado, 23 de octubre de 2010

EL BILLAR AMERICANO

 

A todos nos sorprendieron aquellas imágenes del 11 de septiembre, cuando las escenas de un New York en llamas se colaban en un informativo, mezclando en nuestras mentes ficción y realidad.
Antes del 11-S, el asombro ante algunas escenas cinematográficas era superado por todos poco después de que se encendiesen las luces; ahora ya no es así. El mundo, especialmente los norteamericanos, parece sumido en un proceso hipnótico, tal como describía Buñuel el estado en el que salían las personas del cine: “no hay más que mirar a la gente cuando sale a la calle, después de una película: callados, cabizbajos, ausentes, pensativos”.
Así está ahora el mundo, abstraído en las imágenes que cada uno ha contemplado, desde la butaca de su país, como el trailer de un grandioso estreno. La clave está en saber cómo acabará esta película.
Fueron muy reveladores los testimonios de las personas que estaban cerca de las torres, cuando afirmaban que apenas corrían porque no eran conscientes del peligro, porque pensaban que esas escenas eran realmente de una película y que pronto se acabaría. Como si cambiando de canal con el mando a distancia o levantándose del sillón pudiera uno esquivar el peligro. Desgraciadamente no fue así y todas las películas apocalípticas encontraron su escenario en New York, el mismo día y a la misma hora. Aquél amor por el miedo del que hablaba Vicente Verdú, en el Planeta Americano, y que entendía que era producto de una sociedad esquizofrénica y metida en sí misma, parece hoy que no estaba del todo injustificado.
Pasados unos días, no cabe otra cosa que seguir mostrando nuestro horror y dolor por lo ocurrido, esperando la inevitable respuesta de los Estados Unidos; una respuesta no convencional, porque el problema no lo es y menos para ellos que se sentían invulnerables.

Desde los medios de comunicación, algunos nos hablaban, inmediatamente después de ver las imágenes, del comienzo de la III G.M., a otros se les vio mojar el dedo para pasar la página de otra época más de la Historia; los menos, creyeron estar contemplando la caída de un imperio... a los aturdidos peatones nos dieron múltiples títulos de películas, más razones para la ansiedad y más bien pocos argumentos para ayudarnos a comprender lo que estaba ocurriendo, si es que alguien lograba comprenderlo del todo. Aunque lo peor, es sentirse obligado a ofrecernos respuestas y no estar capacitado para ello.
Es una película rodada y estrenada a la vez. Está siendo un rodaje en directo, del que todos nosotros somos extras en una espera tensa, hasta que el director (G.W.Bush) se decida a rodar una nueva escena de acción. Uno de los peligros está en que no hay especialistas para cada uno de nosotros en las escenas más arriesgadas, y especialmente para el pueblo afgano; quizá porque las escenas arriesgadas pueden ser todas.
Como antes decía, el mundo permanece aturdido tras este terrible atentado, meditabundo por las posibles consecuencias.

Parece que se nos abre un abismo ante nuestros pies, un gran problema que nos impide mirar a nuestras espaldas. ¿Por qué digo esto? Porque no hay que perder la perspectiva, este hecho no es un hecho aislado en las carambolas que se han ido sucediendo a lo largo de estos últimos 50 años. A la hora de estudiar sus causas, para prever sus consecuencias, hay que detenerse en acontecimientos tales como la globalización, la caída del Muro, la guerra fría, la desigualdad Norte-Sur, el pensamiento único...
No nos debemos engañar pensando que los terroristas son elementos independientes de un estado de cosas mundial que nada tiene que ver con ellos. En primer lugar, recordemos la relación que la CIA guardó con los talibán durante la guerra de Afganistán contra la URSS. Aquélla fue la primera carambola mal dada por los norteamericanos, una carambola que estaba dentro del juego de evitar a toda costa que la URSS ocupara mayor protagonismo en diferentes zonas del planeta, durante la guerra fría. Una partida macabra la que llevaron durante décadas USA y la URSS por ganarse zonas de influencia, lo que llevó a Norteamérica a patrocinar grupos terroristas y paramilitares allí donde sus intereses se veían dañados. Así Vietnam, Nicaragua, Chile, etc., vieron cómo su soberanía se burló por la intromisión de la superpotencia americana; y Checoslovaquia, Afganistán, etc., por el poder soviético.
En un revelador libro (Política y cultura a finales del siglo XX, Ariel 1994), el lingüista norteamericano Noam Chomsky, una de las mentes más claras del panorama intelectual, recogía estas elocuentes palabras al respecto de este tema: “Estados Unidos siempre ha estado involucrado en el terrorismo internacional a gran escala, pero ellos consiguieron batir nuevas marcas. Estaban realizando operaciones clandestinas muy complejas. Hay otros estados terroristas, pero suelen ser jugadores a pequeña escala [...]. Cuando recurre al terrorismo no contrata asesinos particulares, sino a estados terroristas; por ejemplo, a Bélgica para que proporcione armas, a Arabia Saudí para que las financie, a Israel para que organice y adiestre a los asesinos, etc. Se crea así una enorme red de estados terroristas...” (Pág. 52. Chomsky, 1984).
No debemos pensar que la actuación llevada a cabo por Estados Unidos en estas últimas décadas es la razón única de la, por otro lado, injustificable acción terrorista. Los hechos de los cuales hemos sido testigos estos últimos días guardan una complejidad mayor, por lo que son numerosos los aspectos a tener en cuenta. Tras la caída del Muro, se abrió definitivamente las puertas para un nuevo modelo económico, o al menos remozado, el neoliberalismo. Con este sistema fundamentado en el libre mercado, la progresiva pérdida de poder del Estado y la privatización de la vida pública, llegó el fenómeno de la globalización; que no era más que la extensión planetaria de ese modelo y de sus consecuencias culturales, políticas, sociales, etc.
Es cierto que el proceso de globalización ha traído numerosas ventajas, especialmente para nosotros el mundo occidental, pero también numerosas consecuencias negativas para todo aquello que no suene a desarrollado. El desequilibrio entre países pobres y ricos se ha acrecentado a marchas forzadas, de un tiempo a esta parte, creando alrededor de nosotros un triste panorama de pobreza, del que la inmigración es sólo una de sus instantáneas. El establecimiento de un modelo único de pensamiento, la propagación del modelo occidental, a través del mercado libre y de los medios de comunicación, como el único modelo social de convivencia; y la competitividad como forma de dar lustre a esa maquinaria, ha dejado a un lado modelos comunitarios fundamentales para una vida armoniosa y saludable. Culturas que no practicaban una actitud utilitarista de la persona ven cómo es ese el modelo impuesto; y lo peor, se tienen que ver sometidas a ellas por pura supervivencia. Con esto, estoy hablando desde culturas indígenas exterminadas, al hecho de que en África las mujeres se intenten clarear la cara para asemejarse a la tez occidental blanca llegando a la desfiguración de sus rostros, pasando por la americanización planetaria que todos experimentamos.
La pobreza que nosotros jamás podremos ni intuir y que sufren muchos millones de personas, la globalización de la economía beneficiando a unos pocos, la unidimensionalización del pensamiento y, por ende, de la persona; la política de dominación que han llevado a cabo las grandes potencias, especialmente Estados Unidos, no es sólo un penoso y sucio ejercicio de la política, sobre todo viniendo de países democráticos, sino que es también un mal ejemplo y un buen caldo de cultivo para que se favorezca la radicalización contra los símbolos y personas de todo aquéllo que, como sabemos objetivamente, somete a una cultura o a unos pueblos.
Las democracias consolidadas y desarrolladas, en las que vivimos, no pueden jugar sobre un tapete dividido, en el que, tras las fronteras, las reglas del billar sean otras; la globalización ha traído estas cosas. Un golpe poco certero a alguno de los derechos y valores fundamentales, en los que se asienta la comunidad humana, puede dar lugar a una carambola inesperada y trágica para todos.
La extensión del bienestar sostenible y multifacético de todas las personas es el mejor antídoto contra el fanatismo y contra la quiebra de la democracia.


Publicado en Revista Ciudadano Cero. Cruz Roja Asturias. Septiembre 2001.

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