A mi abuelo
De mirada distraida, recorría el pueblo como espiando lo que ya sabía. Me lo tropezaba con asiduidad, no había mucho lugar donde perderse. Aquellos encuentros fortuitos acabaron en amistad y él se lanzó a contarme anécdotas e historias que yo agradecía como un niño con insomnio.
Recorríamos a media tarde las caleyas y los praos, algunos de ellos poblados de vacas que nos miraban como el que entra en una peluquería de señoras. Con mucho respeto y evitando el cruce de miradas sorteabamos esos animales maternales y más sagrados allí que en la India, precisamente porque se comían con deleite y necesidad.
Cuando paseábamos me sentía como un japonés en el museo del Prado: cada fiso, cada colina, cada casa, cada brizna; tenía su historia y él, inventándosela o no, me la contaba. Como si hubiera inventariado la realidad para dársela a conocer a los otros.
Un día, al final del paseo, asomando la vista a la arboleda que porticaba la entrada de su casa, apuntando al más frondoso nogal, como si fuera el cuadro más insigne, de su particular museo, me dijo:
Chico, ese árbol que ves ahí lo traje en este bolsillo.
Mi mirada le lanzó un flash, como el de una cámara de última generación japonesa, intentando retratar para siempre las raíces que le asomaban por los bolsillos de su pantalón.
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