Era tarde, pasadas las 23:00. Unos informes me había retrasado en la oficina casi hasta la hora de los serenos. Cuando llegué a casa me vi sorprendido por un desorden generalizado, lo primero que pensé es que había ocurrido de nuevo. Lo dejé pasar como el que se acostumbra al insistente ruido del vecino. Dejé mis cosas donde pude y me acerqué a la cocina, al entrar lo primero que vi fue que faltaba… no estaba en su lugar… Revolví todos los cajones, pero nada, no había resto alguno. El trabajo había sido limpio, por
mucho que busqué, nada. No había nada qué hacer, tras mirar la hora en el reloj de la cocina, me tiré a la calle, corrí en busca de alguien que me pudiera ayudar, sin dirección fija corrí y corrí. Apenas había gente en las aceras, mi infortunada noche, coincidía con la final de fútbol. Desolado, entré en unos chinos, rogué ayuda pero me tomaron por loco y de un empujón me echaron. Tras levantar la mirada, desde el suelo pude ver en la distancia cómo una chica hacía inhumanos esfuerzos por bajar una persiana de un establecimiento, con una enorme barra de hierro. Sus intentos inútiles me hicieron acercarme a ella para ayudarla. En un primer instante se mostró reacia, y se asustó, pero quizás porque tenía prisa y estaba cansada, dejó que yo lo hiciera. Conseguí el reto y la chica sonrió, me dedicó unas palabras que yo agradecí con otra sonrisa. Un olor dulce y delicioso me llegó en ese momento, ahí estaba aún caliente -o eso me parecía a mí. Le rogué que me la vendiera, ella me la regaló.
Esa noche cené con los ojos de mi perra Pinkie clavados en el cogote, ni las migas de la barra de pan le di a probar.
Emitido en el programa de radio Radiolandia de la RPA, en la sección microrelatos (2008)
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