Esta semana escandalizaba un selfie realizado por dos chicas delante de unos contenedores quemados, tras numerosos altercados callejeros en Barcelona, este primero de Mayo. Las dos jóvenes aparecían risueñas, casi como ausentes de la algarabía que las rodeaban, como si fuesen dos joviales espectros a los que lo humano y su humo les fuese muy ajenos.
La polémica se suscitó por las redes, las acusaron de banalizar la desgracia de los demás, se convirtieron en ejemplo de hasta donde no debe llegar esta moda que se prendió en los Oscar 2014 y que se propagó por las redes sociales como la pólvora.
Es cierto, cuánto desapego, cuánta falta de tacto, de cercanía, cuánta falta de humanidad en los gestos; pero, claro está, no sólo de ellas. Hace poco me lo comentaba una persona cercana a mí, tras el fallecimiento de su padre; me venía a decir que vivimos en una “sociedad selfie”, donde ante el dolor que nos rodea nos paramos sólo para hacernos una foto con el desgraciado; pero, casi nunca, nos detenemos para ir más allá, donde están ellos, para acercarnos a los que padecen.
Pero, anímense, animémonos, caigamos en lo melodramático, y más aún en lo fotodramático, reescribamos con –humana- luz (que es lo que significa fotografía) ese deterioro de nosotros mismos que a veces está más cerca de las sombras y lo negativo.
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